
Dos de cada seis mueren de dolor en el intento de curar las heridas de la mala suerte. Pero el siete es otro cantar. El siete es otra nota y otro color. Es otro día y otro pecado capital. Es otro sacramento. Es otro sello con otra puerta por la que mirar, aunque siempre gustaron tus pantalones ajados.
Es la maravilla del mundo. Con su bigote y su espalda torcida por dormir a ras de suelo. Con su bendito cuello torcido otrora enhiesto cuando creía ser el uno. Cuando de sobra sabía que las cosas nunca fueron tales. Y la música sólo fue el enclave de los valientes mortecinos.
El séptimo de caballería (quizá siempre el primero y último) llegaba no diremos que tarde sino a otro lugar o en un momento que no era precisa ni requerida su presencia. A lo mejor significaba que llegaba mucho antes de lo esperado. Para variar siempre al son de su trompeta, advirtiendo con atronadores y apocalípticos ruidos de su llegada. Llamada de atención. Y después del más tarde (gracias Andrea por la idea que te robo) lo de siempre, que o se da de sí, o se hace un agujero lleno del más absoluto vacío.